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El perfume del tiempo, de Chema Cardeña

Dice Chema Cardeña que el teatro tiene que enfadar, enojar, y ayudar a la conciencia social. Por eso, creo, escribió la Trilogía de la memoria que llega a su fin con esta obra dramática que viaja a Argentina donde nos encontraremos con las abuelas de la plaza de mayo. La dictadura militar dejó huérfanos a muchos niños y niñas, aunque ellos no lo supieran. Fueron robados, separados de sus familias, engañados.

Una historia demoledora, la de los niños robados, la de la limpieza ideológica, será el punto de partida de este conflicto dramático. Lo cotidiano, una cerveza, esa visita a casa del padre, ir a la compra, bailar, quejarse de los hijos, y hasta de los nietos, el carácter díscolo del progenitor, son un reflejo tan familiar y reconocible para el espectador que, de pronto, cuando el conflicto se plantea, uno ya no sabe a quién amar y a quién odiar. Noviembre de 2010. Ahí comienza el drama. Un pequeño (gran) conflicto desestabiliza, de pronto, a la familia Kessler y, por extensión, a los espectadores.

Desde la butaca del teatro, desde el sofá de casa es fácil juzgar, pero Chema Cardeña no lo pone fácil. Tampoco ayuda la interpretación que Juan Carlos Garés hace del abuelo Kessler, el médico militar, convencido dictador de sus propias ideas, torturador a veces. Y padre. Sobre todo, padre. Sus gestos, su empeño por conseguir ese perfume para el cumpleaños de la hija, su manera de querer a la familia remueven el alma. Dos seres en uno mismo. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Que ese padre sea después un monstruo, te rompe el alma. Y que crea que hizo lo correcto, todavía duele más.

Iria Márquez y Manuel Valls son los hijos de Kessler. César y Gabriela (o Chivita, como la llama su adorado padre) verán cómo su familia se desestabiliza ante una realidad que es ya inexorable. Los dos, a su manera, deben decidir dónde posicionarse, quiénes son, quiénes quieren ser en el futuro. También, de alguna forma, quiénes fueron antes.

Marisa Lahoz es el personaje que viene a reclamar su sitio, su mundo, su descendencia. Exige, por fin, que se devuelva la memoria, que no se olvide, que se pague por el sacrificio y la muerte de seres inocentes. Marisa Lahoz es la Abuela de la Plaza de Mayo, es Sofía Timmerman. Antes la Madre. Pocas escenas, pero suficientes para que esa mujer te haga llorar, y supliques que esa prueba que desenmascarará al traidor esté equivocada. Cruzas los dedos porque ya conoces a la otra familia. Pero la Abuela ha llegado para decirte que hay otra historia, la que enterraron, la que escondieron. Otra mucho más cruda y más dolorosa que merece gritarse. Y quieres gritar con ella, aunque duela.

No hay una sola lectura, no hay una única forma de ver el mundo. Nos lo enseña Chema Cardeña en esta gran obra dramática igual que hizo en las dos anteriores, Shakespeare en Berlín y La invasión de los bárbaros. Hay distintos posicionamientos y cada uno tiene su razón de ser. Compartidos o no, existen y su director ha sido capaz de mostrarlos en escena, de empujarnos en nuestra butaca, de decirnos esta es la otra mirada. Decide dónde pones la tuya o si, como tantas otras veces, prefieres girar la cara y caminar en otra dirección.

El perfume del tiempo está maravillosamente escrito y dirigido; se nota la reflexión, las ganas y la necesidad de remover al espectador. «La he escrito varias veces. Quería acertar al contar esta historia...». Qué bien logrado.

Lo mismo la interpretación de todo el elenco, gestos que dicen más que las palabras, lágrimas que nunca debieron derramarse. La música y la escenografía acompañan a esta obra dramática, son un personaje más, apoyan y dan significado a cada una de las escenas. Lo mismo el vestuario y la iluminación. Un acierto.

Hasta el 12 de marzo en la Sala Russafa.

Si todavía no has ido, ya sabes, todavía te quedan dos semanas para disfrutar de esta maravilla de montaje y texto teatral. Gracias por una tarde de buen teatro. De ese que remueve conciencias, empuja y golpea.



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