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  • Foto del escritorRoseta

De la palabra al texto

A veces una palabra se convierte en texto. La mayoría cae en el olvido; pero en esas ocasiones en las que conseguimos fingir una historia, la palabra se convierte en una vida que nunca creímos sería nuestra. Más o menos esto es lo que pasó con el texto de hoy. Un simple juego de palabras dentro de un taller de creación literaria dio forma a un instante breve, brevísimo, de escritura. Diez minutos, no más. Un pequeño esbozo con estas palabras que hoy han caído en la mesa. Y así surgió este texto, matizado con el paso de los días, compartido en aulas. Qué buenos, siempre, esos instantes.


Me asomo a la ventana. Ella sigue ahí, inhóspita, destartalada. Rota, agrietada por el paso del tiempo, por las ausencias. Desde aquí huelo su soledad, su orín, su tristeza. Entonces, no; entonces se podía aspirar su olor, a vida, a sonrisas, a visitantes inesperados, a historias. Aun así, se mantiene firme. Espera incansable a aquel autobús que un día me enseñó a exuberantes mujeres que lucían zapatos de tacón azul.

Mi memoria se traslada. Al club. Oscuro y alegre. Dicotomía exacta. Allí llegaba yo, adolescente y pobre, buscando algo de dinero extra para la menguada pensión que le llegaba a mi madre. Al entrar, saludaba a Antonio, un joven moreno que siempre fumaba celtas sin boquilla. Algunas veces, solo por ver cómo sonreía yo, me compraba una cajetilla. El resto de empleados, ocupados como estaban, nunca prestaban atención a mi presencia.

Solo Gisselle, con sus largas piernas, me otorgaba una carrera sobre sus largos tacones y me suplicaba un cigarrillo antes de empezar a bailar. Yo la miraba y reía. Reía sus ojos verdes, su pelo castaño y sus pechos redondeados. Reía mientras aspiraba de ese cigarro que minutos antes estuvo sobre mis manos, sobre mis dedos.

Después, su huida hacia el escenario. A bailar, a sonreír, ella. Yo, mientras, fingía una risa junto a esos hombres que escapaban de sus casas, que huían de la miseria de una posguerra absurda. Los mismos jóvenes que gritaban a las chicas, a sus largas piernas y a su escote prominente.

Y Gisselle, mi diosa, bailando a ritmo lento.

—¡Eh, tú, joven! Trae unos cigarros a esta mesa. —Los gritos de algún hombre me sacaban de mi ensoñación.

Me acercaba hasta allí, ofrecía el tabaco y recogía dinero. Si se demoraban en la compra, al volver la vista sobre el escenario, ella ya no estaba. La buscaba, entonces, por algún rincón de la sala. Me desesperaba si no la veía. A veces la encontraba al salir del camerino con un pequeño chal que le cubría los pechos semidesnudos. Me lanzaba una sonrisa y después, como si yo no formara parte de su mundo, se dirigía a una de las mesas donde la esperaban hombres adultos que podían pagarle una copa de alcohol, que podían ofrecerle todo lo que jamás podría darle yo.

Siempre quise ser como ellos. Ser ellos. Y no podía. No podía confesarle que la amaba, porque no hubiera entendido que una chica de dieciséis años se hubiera enamorado de una cabaretera.



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