A la una de la mañana, sin poder dormir, se sentó en el sofá de aquella casa de madera y miró hacia la puerta. Llevaba sin comer desde el mediodía y en el estómago, sintió un vacío como si un agujero ocupara su vientre. Pese a todo, no salió a buscar comida. Cogió a Tara, así había bautizado a aquella pequeña mestiza negra, se la colocó sobre el regazo y la acarició hasta que vio cómo se le cerraban los ojos marrones. Sintió envidia de la cachorrita, de esa calma que parecía desprenderse de su cuerpo menudo. Helena no estaba en calma. El corazón le palpitaba a un ritmo acelerado, las manos le temblaban y las sienes le apretaban su cerebro, aunque a ninguna de todas esas sensaciones quiso atender. No le importó. Parecía que quisiera sentirse mal, sentir dolor, angustia y temblor. Helena seguía mirando hacia la puerta como si nada de lo que su cuerpo le decía pudiera oírse. Pensaba que si no lo escuchaba se dormiría, y a la mañana siguiente despertaría en la cómoda habitación de su casa, con el sonido del primer tren al pasar por debajo de su ventana; o tal vez se levantaría con el ruido de su madre al poner una lavadora, o con el de Jaime preparando el desayuno, o incluso con el de Carlos caminando por el pasillo. Tal vez si no escuchaba los sonidos que le transmitía su cuerpo, todo se volvería oscuro y ella oiría de fondo a Jaime y a Fifín hacer el amor. Quizá, si no escuchaba a su cuerpo, si seguía mirando hacia la puerta, podría olvidar que estaba a quinientos quilómetros de su casa, lejos de Fifín, de Jaime, de Carlos y de María. Lejos de la pequeña Penélope. Lejos de su vida. Helena supo que estaba lejos de todo y de todos. Y lo que era peor, supo que estaba sola.
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